LOS ANGELES

La primera vez que fui a Los Ángeles tenía quince años, medía 1,68 y pesaba 62 kilos. Esto lo sé porque en Ezeiza habían una balanza electrónica que con tu peso y altura, te calculaba el índice de masa corporal; y el mío era aceptable.
Viajamos con mi viejo para comprar juguetes. Nuestro agente era Cristián, un argentino que llevaba siete años viviendo en esa ciudad. Cristián nos buscó por el aeropuerto y nos llevó a comer a Denny’s. Pedimos tres hamburguesas tan grandes que nos las podía sostener con las dos manos. Estaba tratando de no hacer un desastre, cuando Cristián se me acercó y me dijo al oído: “Ojo con decir la palabra negro”. Cuando terminó de hablar, me señaló con la cabeza la mesa a nuestra derecha donde había cuatro negro grandotes devorando sus hamburguesas. Lo habré mirado raro, porque al instante me explicó que negro en inglés se dice “Niger”, o sea que sonaban parecido, y debido al conflicto social que se estaba viviendo en la ciudad, lo más probable era que cualquier ofensa terminara a las trompadas. Miré el tamaño de las manos de esos muchachos, las hamburguesas parecían canapés, entonces entendí que debía callarme.
Cristián nos alojó en su casa. A la mañana siguiente nos levantamos temprano y nos dirigimos al downtown, donde teníamos todas las reuniones. El centro de Los Ángeles era uno de los lugares más pobres de la ciudad, y debido a los bajos precios de los alquileres, todos nuestros proveedores estaban instalados ahí. Antes pasamos por un Dunkin Donuts y compramos tres cafés grande y una caja de doce rosquillas, que terminamos antes de llegar al lugar. Nuestra primera reunión, y todas las de ese viaje, iban a ser con chinos que importaban la mercadería de China y la revendían para todo América. La oficina era un lugar chico, sin aire acondicionado (era verano en LA, hacía treinta y cinco grados todo el día) y todos los juguetes estaban exhibidos en la pared. Yo hacía tiempo había dejado de jugar con juguetes, por lo que ninguno me llamaba la atención salvo un walkie talkie. El chino nos dijo que tenía un alcance de 500 metros, así que yo bajé para dar una vuelta a la manzana y probar el juguete. Ni bien pisé la calle casi me atropella un carrito que era empujado por un borracho que cantaba mientras caminaba. Yo vivía en Rosario, y si bien en ese entonces no era tan peligrosa como ahora, estaba acostumbrado a ver a gente viviendo en la calle. Pero me acuerdo que me sorprendió la pobreza de ese lugar. Jeringas tiradas en las veredas, madres amamantando a sus bebés con la mirada perdida, viejos pidiendo limosna. Cuando doblé en la primer esquina, me crucé con una puta que tenía muchos rulos, las piernas largas y una minifalda muy corta. Se ve que estuve un buen tiempo mirándola, porque ella me guiñó el ojo y después largó una carcajada. Volví a la oficina, el aparato funcionaba bien, pero no lo compramos. Cuando salimos del lugar, almorzamos en Denny’s, visitamos dos oficinas más y después cenamos otra vez en Denny’s. Esa rutina se repitió toda la semana: rosquilla, juguetes, hamburguesa, más juguetes y otra vez hamburguesa. Cuando llegué a Ezeiza, la balanza electrónica acusó 74 kilos. Me acuerdo que llegué un martes y el jueves en la clase de gimnasia nos tomaron el famoso Test de Cooper, que consistía en correr la mayor distancia posible en doce minutos. A la segunda vuelta, cuando todos me habían sacado una vuelta de distancia, me tiré al piso y me negué a seguir corriendo. Los que estaban afuera se rieron, el profesor se paró al frente mío y me dijo que la iba a tener que correr de nuevo, “Si no querés llevartela a diciembre”.
Más allá de los kilos y el trabajo, después de ese viaje, me terminé enamorando de la ciudad. No sabía bien porque, nada me había llamado tanto la atención, pero entiendo que de eso se trata el amor, de no hacerse demasiadas preguntas, de dejarse llevar. Cada vez que salía una noticia de Los Ángeles, casi siempre relacionada con la pobreza, o alguien nombraba la ciudad, yo sentía que hablaban de mí. Por ese tiempo, Michael Jordan la rompía en los Chicago Bulls y todos mis amigos eran fanáticos de ese equipo, pero a mí me gustaban Los Lakers de Shaquille O Neal.

A los treinta, encontré una razón más para amar esa ciudad.  Me acuerdo que estaba en una librería de rosario que además tenía un café, donde almorzaba todas las semanas. Mientras esperaba la comida, me gustaba recorrer los estantes, abrir libros al azar y leer el primer párrafo. Si me parecía interesante, leía la página entera y si me seguía gustando, lo compraba. Estás fueron las primeras palabras que leí de Bukowski:
“Tenía cincuenta años y no me había acostado con una mujer desde hacía cuatro. No tenía amigas. Las miraba cuando me cruzaba con ellas en la calle o dondequiera que las viese, pero las miraba sin ningún anhelo y con una sensación de inutilidad”
Compré el libro y lo terminé esa misma noche. A la mañana siguiente, fui a la librería y me compré todas las otras novelas, que las terminé ese fin de semana. Luego seguí con sus cuentos, sus ensayos, hasta me metí con la poesía, que nunca antes había leído. Charles Bukowski fue la razón que me impulsó a escribir, fue también la razón por la cual me enamoré de Los Angeles quince años antes. Estaba todo escrito, ese era mi destino. Charles vivió la mayor parte de su vida en LA, siempre en los barrios bajos, rodeado de putas, de borrachos, de filipinos. Y en sus novelas, en sus cuentos, en sus poemas y ensayos, habla de esa vida, de esa vida dura, pero elegida.
Volví a Los Ángeles a los 32 con Achi, mi hermano, y solo por dos días. Esa vez no hubo rosquilla, ni juguetes ni hamburguesas. El viaje solo se centró en Bukowski. Alquilamos un auto, porque en Los Ángeles el sistema de transporte es malísimo, y fuimos primero a la biblioteca municipal. Estacionamos en un garaje que quedaba a dos cuadras y mientras nos dirigíamos al lugar le dije a Achi “Pensar que Bukowski caminó por acá”. Estaba en éxtasis, y así entré a la biblioteca, el mismo sitio donde Bukowski pasó la mayor parte de su infancia escapando de los golpes de su padre, y más adelante, fue un refugio cuando era un vago y vivía en la calle. En 1970, la biblioteca se quemó y él le dedicó un poema largo y hermoso que se titula “El incendio de un sueño”.
Fui hasta una ventanilla, donde una secretaria gorda masticaba chicle mientras hablaba por teléfono. Cuando cortó, me miró sin decirme hola.
- Buenas - le dije en inglés.
- ¿Qué? - me respondió secamente la gorda.
- Quería saber si había algún tributo, monumento o algo de Bukowski.
- ¿De quién?
Nunca fue mi fuerte el inglés, así que le pedí un papel y le escribí el nombre y el apellido.
- No sé de quién estás hablando - me respondió la gorda y atendió el teléfono.
No me dejé amedrentar y le pregunté a todos los empleados que me crucé. Muchos no sabían de quién estaba hablando, y los que lo conocían, me dijeron que no había nada sobre él. Me fui cabizbajo y en el garaje nos cobraron veinte dólares. Tampoco nadie sabía de él en Musso & Frank grill, el restaurante donde iba a cenar Bukowski luego de que le publicaran su primera novela a los cincuenta años y se convirtiera en un rockstar. De paso, nos sirvieron un lomo que estaba crudo y la cena nos salió carísima.
A la mañana siguiente, fuimos con el auto hasta el cementerio, que quedaba en las afuera de la ciudad. En la oficina central nos marcaron en un mapa el lugar donde estaba enterrado. El cementerio era un gran espacio verde, no había panteones ni grandes mausoleos, todas las lápidas estaban en el césped. Nos costó encontrar la de Charles, a pesar que era la única que tenía dos latitas de cerveza vacías y un beso de mujer estampado sobre el mármol. No se bien porque me acosté encima de él. Después mi hermano se fue al auto y yo le escribí una carta, donde le conté todo esto que les estoy contando a ustedes ahora, solo que un poco más resumido.

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