Un sabor temprano

Tengo que esforzarme para no pasar de largo. Estoy todos los días atento a lo que me pasa, buceo entre la rutina buscando esa perla que se destaca del resto. No es un ejercicio sencillo, exige un esfuerzo. Pero es la única forma para evitar que todos los días sean iguales. Cuando encuentro una perla, la escribo.
Pero la semana pasada venía floja, y ya me había hecho la cabeza de que no iba a poder escribir nada. Hasta que el jueves me llamó un número desconocido. El destino quiso que atendiera, y una telefonista me avisó que mi abuela había accionado el botón de pánico. Cuando llegamos a su departamento, la encontramos tirada en el piso de su cuarto, estaba consciente pero no podía mover el brazo derecho.
- ¿Te duele mucho, mami? - le preguntó el que manejaba la ambulancia cuando intentaba levantarla del piso.
- Sí - le contestó mi abuela, y se mordió los labios -Me duele tanto, que hasta me hizo llorar.
Recién cuando escuché la respuesta, entendí la gravedad del asunto. Verán, mi abuela es la mujer más fuerte que conozco, cuidó a mí tío que nació enfermo y aunque los médicos le daban cinco meses de vida, gracias a ella vivió dieciocho años. En el medio, se separó de mi abuelo, sufrió penurias económicas y sin embargo, nunca flaqueó. Bukowski dice que lo más importante es “que tan bien atraviesas el fuego” y puedo asegurar que mi abuela lo hizo mejor que cualquier bombero.
Mientras vamos en la ambulancia al hospital, entiendo que este es mi momento. Desde que nacimos, mi abuela dedicó su vida a mi hermano y a mí. Nos cuidaba los fines de semana para que mis viejos pudieran salir, nos iba a buscar al colegio todos los mediodías con diez paquetes de figuritas en cada mano, me hacía los dibujos para la materia “Expresiones gráficas”, y de más grande, me esperaba a la madrugada con el desayuno listo cuando volvía de bailar. Si, este es mi momento para equilibrar la balanza o, mejor dicho, para descontar un poco y no perder por goleada. Le acaricio el brazo que no le duele, le digo que todo va a estar bien, le beso la frente. La llevo en sillas de ruedas al lugar donde hacen las radiografías y le digo que no se preocupe, que la voy a estar esperando en la sala de espera. Habrán pasado media hora, cuando un tipo que estaba sentado a nuestra izquierda, se levantó temblando y con la voz cortada dice “Disculpen que los moleste, mi hijo tiene leucemia, necesita tres ampollas por semana para vivir, y cada una sale dos mil trescientos pesos” Habremos sido unos  diez los que nos acercamos a darle plata. El tipo agradeció y se fue.
- Yo nunca sé si lo que dicen es cierto - dice una señora sentada al lado mío y que no para de toser.
- Yo tampoco - le comenta mi vieja compungida - pero lo hizo tan bien, que se lo merece.
Estuvimos todo el día en el hospital, yendo de una sala a otra, empujando la silla de mi abuela, dándole fuerzas y mucho cariño. Parece un día de mierda y sin embargo, todo lo que viví me terminó enseñando. Aprendí mucho de la voz cortada de ese tipo, de la fragilidad de mi abuela, de las caras largas y apáticas de los que esperaban. Aprendí que algunas veces es necesario frenar y visitar los hospitales, geriátricos y cementerios. Así nos damos cuenta que no somos eternos, así empiezan las preguntas de si “Hay corazón en el camino que elegimos” Es triste, pero también es cierto que un sabor temprano de la muerte no es necesariamente una mala cosa.
Ahora mi abuela está internada. No sabemos si va a salir, pero de ocurrir ese milagro, ya tenemos en claro que no puede estar más sola. Tiene varias enfermas que la atienden las veinticuatro horas. Nosotros nos dividimos para ir a visitarla. Ayer les dolían las piernas, así que fui hasta las farmacia a comprar una crema para acelerar la circulación de sangre, y de paso compré Platsul para las escaras de las espaldas, toallitas higiénicas, pañales de adulto ygasa. Todo eso me salió setecientos pesos, y mientras salía del lugar, no pude evitar hacerme la pregunta “¿Cuántos paquetes de figuritas compraría con setecientos?” Paula me ayudó a masajearle y a moverle las piernas a mi abuela. Paula es una brasileña de veinte años que cuida a mi abuela los fines de semana ya que de Lunes a Viernes estudia Medicina en la UNR. Es de Bahía, pero en Brasil es casi imposible entrar a la estatal, y la cuota de la privada vale treinta mil pesos. Paula tiene los resúmenes arriba de la mesa, para cuando mi abuela duerme la siesta. Un poco siento envidia al ver su esfuerzo y dedicación. Me cuesta creer que alguien la pueda tener tan clara a los veinte.
Me subo al auto y mientras manejo, pienso en Paula, en sus veinte y en el esfuerzo que está haciendo. Las ideas que antes tenía sobre la
educación gratuita y los extranjeros, empiezan a quedar atrás, se van diluyendo. Tampoco soy partidario del "Piedra libre para todos", habría que buscar un medio, un equilibrio. No, no es que sea una veleta, ni que mis convicciones sean débiles. Lo que ocurre es que estoy atento, me nutro de lo que veo. Y escribo.



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