Viaje en el tiempo
Me
acuerdo como si hubiera sido ayer.
Estamos
en el salón a la izquierda del quiosco de Rodolfo. Miss Jorgelina, la maestra,
está sentada en su escritorio. Nos llama según el orden de la lista. Dice mi
nombre, entonces me levanto, me acerco a su escritorio y le entrego la carta.
Luego vuelvo a mi asiento. Ella mete cada carta en un sobre color madera.
Cuando termina, nos hace formar y vamos todos juntos al salón de actos. Nos
toca la tercer fila, me siento al lado de Lisandro, que tiene una campera azul
inmensa. Tengo once años, todo es inmenso para mí: el salón de actos, el
escenario, el piano de Emilio. La campana que suena cada vez que se finaliza un
acto. El salón está lleno de alumnos, maestras y autoridades del colegio que no
conozco, que para mí son gente vieja. Todos miramos como la directora, que está
en el escenario, guarda cada uno de los sobres color madera en una caja
cuadrada. Cuando termina, esparce unos polvos sobre el contenido y la cierra.
Cantamos el himno del colegio, luego el de las casas, suena la campana y todos
aplaudimos. Volvemos también en fila, y una vez adentro del salón, Miss
Jorgelina nos pide que saquemos las pizarras mágicas. Tenemos un juego en donde
ella nos dice un verbo en inglés y nosotros debemos escribir su pasado en la
pizarra. El alumno que acierta tres veces, se gana un Bon o Bon. En ese momento
me encantaba esa golosina. Aún hoy es mi preferida.
-
¿Cuántos años van a tener cuando se abra la cápsula? – pregunta Miss Jorgelina en
inglés.
Yo
cuento con los dedos, pero no me sale. Soy malo en matemáticas, también en
inglés. Siempre me costó mucho el colegio. Miro la pizarra de Julieta, que es
la traga del curso, está escribiendo el número treinta y cinco. Se lo copio y
levanto la pizarra primero. Jorgelina me señala, me pongo contento, tengo un
punto. Estaba cursando quinto grado, todavía no sabía que nunca iba a ganar ese
premio. Es más, a fin de año, iba a tener notas tan malas que iba a terminar en
curso de apoyo durante todo el verano.
En verdad tengo treinta y seis. Esa tarde no
sabía que Julieta había nacido un año después, en 1983. Es viernes, debería
estar en el taller de escritura en Buenos Aires, leyendo el capítulo tres de
una novela que empecé hace dos años, y que cada vez se me hace más lejana, más
difusa. Pero siento que este momento es importante, este momento no se va a
volver a repetir. Ya les que recuerdo todo de esa tarde, hasta lo que escribí
en la carta, pero igual la idea de encontrarme con mi yo de once años, me
parece demasiado. No estoy exagerando, yo pienso que leer es poder conversar
con el autor del libro, por eso siempre elijo gente más inteligente, o con más
vida. Cuando lea esa carta que escribí hace veinticinco años, de alguna manera voy
a estar hablando, encontrándome con ese nene. Se que muchos compañeros no
sienten lo mismo, algunos ni siquiera vinieron. Pero de la misma forma que
carecía de habilidades para el inglés, las matemáticas y el deporte, siempre
desde chico tuve la sensibilidad muy desarrollada. La vida siempre equilibra
las cosas.
Entro al colegio y no se como llegar al salón
de actos. Me siento un boludo. Le pregunto a un chico que lleva uniformes, el
mismo que antes usaba yo, me dice “señor” y me guía hasta el lugar, que está repleto
de gente: más vieja, más pelada, más gastada. Hay saludos vacíos, un poco de
emoción, charlas vacuas, pero yo no puedo seguirlas, estoy demasiado nervioso,
tengo miedo de que no este mi carta, de que se haya perdido y de que mi ausencia
al taller haya sido al pedo. La “capsula del tiempo”, esa caja que contiene
todos los sobre color madera, está detrás de una pared de durloc. Se demora un
rato en poder sacarla, cuando lo logran, me cuesta entender lo chica que es.
Todo es chico: el salón de actos, el escenario, el piano de Emilio. La campana.
Una profesora separa todos los sobres, hay carpetas anilladas, cassettes y VHS.
La nieta del que era el presidente del colegio en 1993 lee una carta de su
abuelo, que falleció hace tiempo. La carta decía: “Mi querido colegio va a
estar bien en el 2018 si hemos logrado construir una segunda entrada por calle
Entre Ríos, un nuevo colegio en nuestro campo de deportes, Grandfield” No puedo
escuchar la tercera consigna, a todos nos sorprende que se hayan cumplido las
dos primeras. Hay aplausos, y yo siento la primera piel de gallina. Me cuesta
entender cómo alguien tiene tanto amor por una institución, y cómo ese amor se
traduce en visión, convicción y fuerza.
Alguien trae nuestro sobre papel madera, en el
reverso dice “5ºC”. Cristián empieza a pasar las cartas. Estoy sensible, muy
sensible. Reconozco la letra de gente que hace más de veinte años que no veo.
Aníbal, que se fue en séptimo, Rodolfito, el mismo Lisandro.
Siguen pasando las cartas, la mía no aparece.
Me fijo entre el montón de los que no vinieron al evento. Por fin encuentro una
que puede ser mía, pero no entiendo la letra. Miro abajo, creo que dice mi
nombre. Me siento a leerla. Si, soy yo. “Hola”, le digo en voz baja a mi yo más
joven. Me vuelve a temblar el cuerpo, la misma piel de gallina. Leo la carta,
sonrío. La consigna de la carta era cómo se veía cada uno en el futuro, y me
asusta y también me alegra la concordancia que tuvo mi vida. Todo lo que puse,
que era lo que quería ser, lo cumplí. Quería vender lápices, tener mi propio
negocio. Quería atajar, “Porque ese es el único puesto en el que soy bueno”.
Muchos de mi compañeros habían querido ser famosos, o jugadores de fútbol,
millonarios. Uno puso que quería ganar un Oscar. No los culpo, desde chiquitos
que nos bombardean con la con la ilusión del éxito. Aunque mis objetivos eran
planos, había podido conservar mi individualidad, y me sentía pleno.
Hubo una reunión después del evento, en un bar.
Pero yo estaba en otra, yo necesitaba escribir todo esto, que es lo mismo que
pensar. Dicen que lo malo de la vida es que se vive para adelante pero se
entiende para atrás. Yo pienso que es una verdad incompleta. La frase no habla
de la satisfacción que da entender, aún cuando llega tarde. Ayer pude desplegar
un poco más el pliegue, el rollo de mi vida. Ayer alinié los puntos, y no hay
nada que me ponga más feliz.
Es para festejar con un Bon o Bon.
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